Fuera hacia frío y estaba empezando a helar, pero eso no me detuvo, camine unos pasos en dirección hacia los setos que adornaban la entrada del viejo caserón, el suelo del camino no estaba asfaltado y estaba cubierto de charcos que comenzaban a helarse.
Conseguí abstraerme, rompiendo el proceso de congelación del agua, presionando con la puntera de mis botas, su sonido me tranquilizo, pero a su vez ese mismo sonido hizo que reparara en el silencio abrumador que rodeaba el valle. Valle que ahora parecía dormido bajo un cielo blanco, cubriéndolo todo con una niebla que no dejaba ver el horizonte.
La gran casona estaba ensamblada en el centro de un entorno natural copado de vida, por eso me pareció extraño que no se ollera ningún ruido animal, ni pájaros, ni perros, ni ramas de árboles batidas por el viento, era un silencio pesado, espeso, tan espeso como el espectáculo de aquel paraje que tenía delante de mí y que se cerraba en la caída de aquel atardecer.
No había cogido abrigo en mi precipitada carrera y era necesario que volviera al interior, al girarme, el edificio se mostró menos gélido aunque tuve que obligarme a mi misma a desandar la corta distancia que me separaba de la entrada principal. Al mirar de nuevo la puerta, vi salir a un par de colegas que se apoyaban en la fachada mientras uno de ellos encendía un cigarrillo y disimuladamente miraban en mi dirección. Se trataba de Alberto fuentes, apodado el ardilla y el joven Aron.
El ardilla, era veterano en la empresa y siempre se daba dotes de manda más con todos los nuevos que se incorporaban al grupo, mandato que solo le duraba los dos asaltos que se necesitan, para hacerse un hueco y darse a conocer a los demás empleados. Era un tipo insoportable, que creía tener una habilidad innata de seducción y que siempre lucia unas corbatas horrorosas, de las que presumía otorgándoles más valor del que en realidad tenían.
Todo su mundo era glamur en demasía, supongo que era un acto reflejo en modo de técnica defensiva y que lo alejaba de la realidad en la que vivía. Padre de cuatro hijos y marido de una mujer con tendencias ludópatas que, consumía su sueldo en la primera semana del mes. Ese y no otro, era el motivo que lo había llevado hasta allí. De Aron no sabía gran cosa, que acababa de terminar la carrera de psicólogo forense y no conseguí explicarme como narices había acabado entre nosotros sin tener un padrino, ni experiencia previa.
Su aspecto de corderito veinteañero e inofensivo, dejaba mucho que desear, para mis adentros calculaba que no tardaría mucho en darnos alguna sorpresita, lo que más me llamaba la atención del joven Aron, era la manera compulsiva que tenia de plancharse la ropa con las manos cuando hablaba con alguno de nosotros, su exagerado nerviosismo lo delataba ante mis ojos.
Según cruzaba el quicio de la puerta tuvimos un intercambio de miradas hostiles y esquivas, al mismo tiempo y al instante que un grito desgarrador desde el primer piso, interrumpió la demostración despectiva que nos estábamos regalando mutuamente el ardilla y yo. Los tres nos dirigimos al piso superior, alguien lloraba al final del corredor que comunicaba con la despensa y con una gigantesca cocina por la que se accedía a las habitaciones que en otro tiempo, debieron de pertenecer al servicio de la casa.
Los llantos cesaron de pronto, sin darnos tiempo a ubicar su procedencia exacta. Hicimos un reconocimiento de todas las estancias sin encontrar a nadie en ellas, volvieron a oírse los gritos pero esta vez en el piso superior. Aron, iba corriendo por el pasillo delante de mí y el ardilla en tercer lugar, cuando se fue la luz y tropezamos bruscamente uno con la espalda del otro.
Apoye mis manos contra la pared y el miedo se apodero de mi, padecía de fobia a la oscuridad desde la infancia, sabía que era un trauma mal curado y sin embargo no conseguía hacerle frente. El miedo me bloqueaba y no podía pensar con claridad. Paralizada como una estatua, intentaba controlar las palpitaciones que me acontecían, precipitándome a un ataque de nervios si no se reponía la energía eléctrica. A mi lado sentía como se movían mis dos compañeros, escuchaba a Aron hablar, uno de los dos encendió un mechero de gasolina.
Yo, no podía gesticular palabra alguna, permanecía vinculada a la pared con los ojos cerrados y exhalando el aire de tal manera que, casi rozaba el punto de reventarme los pulmones y el corazón parecía que se me iba a salir. Ardilla al verme así, me asesto un puñetazo en el hombro, para desbloquearme mientras insistía en que me tranquilizase.
Bajo las sombras tenues, que se dibujaban en el halo que proyectaba la frágil luz del mechero, al final del prolongado pasillo, vimos una silueta que se paró a media altura entre nosotros y la salida. El mechero resbaló de las manos de Alberto, pero permaneció encendido en el suelo, modificando y alargando mas las sombras, alguien se acercaba desde la boca del corredor.
Llamamos por Raquel o Mará, que eran otras dos de las compañeras. Al ver que no respondían, alterados retrocedimos sobre nuestros pasos y penetramos de nuevo en la cocina, de alguna manera de la que no fui consciente Aron, recupero el mechero del suelo en un visto y no visto, gracias a ese gesto intuitivo de él no nos quedamos de nuevo a oscuras. Aunque los tres sabíamos que el mechero dejaría en cualquier momento de alumbrarnos, cerramos la puerta tras nosotros y el portador de la luz, deposito el mechero en la mesa de madera que presidia la estancia.
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