Agradecimientos.

Escribir un libro era una promesa que le hice a una persona cuando éramos niñas. Hoy puedo decir, que a pesar de las muchas dificultades que he tenido para realizar este proyecto imperfecto, mi promesa pasa a ser una meta cumplida. En aquel entonces no hubiera podido imaginar, que lo haría a través de la red. Esto no hubiera sido posible sin todas vuestras visitas, por eso, las dedicaciones se refieren a todos y cada uno de los que a lo largo de estos años, me hicisteis sentir más acompañada en mi soledad. Profundas gracias a los ojos que me leen hoy, ayer y siempre.

domingo, junio 3

Dijins Di. 16.


Fuera hacia frío y estaba empezando a helar, pero eso no me detuvo,   camine unos pasos en dirección hacia los setos que adornaban la entrada del viejo caserón, el suelo  del camino no estaba asfaltado y estaba cubierto de  charcos que comenzaban a helarse.

Conseguí  abstraerme, rompiendo el proceso de congelación del agua, presionando con la puntera de mis botas, su sonido me tranquilizo, pero  a su vez ese mismo sonido   hizo que  reparara  en  el silencio abrumador  que rodeaba el valle. Valle  que ahora parecía dormido bajo un cielo blanco,  cubriéndolo  todo con una niebla que no dejaba ver el horizonte.




 La gran casona estaba ensamblada   en el centro de un entorno natural copado de vida, por eso  me pareció extraño que no se ollera ningún ruido animal, ni pájaros, ni perros, ni ramas de árboles batidas por el viento, era un silencio pesado, espeso, tan espeso como el espectáculo  de aquel paraje que  tenía delante de mí  y que se cerraba  en la caída de aquel  atardecer.

 No había  cogido abrigo  en mi precipitada carrera y era necesario que volviera al interior, al girarme,  el edificio se mostró menos  gélido aunque tuve que obligarme a mi misma a  desandar la corta distancia que me separaba de la entrada principal. Al mirar de nuevo  la puerta,  vi  salir a un par de colegas  que se apoyaban en la fachada mientras uno de ellos encendía un cigarrillo y disimuladamente miraban en mi dirección. Se trataba de Alberto  fuentes, apodado el ardilla   y el joven Aron.





El ardilla, era veterano  en la empresa y siempre se daba dotes de manda más  con todos los  nuevos que se incorporaban al grupo, mandato que solo le duraba los dos asaltos que se necesitan, para hacerse un hueco y darse a conocer a los demás  empleados. Era un tipo insoportable,  que creía  tener  una habilidad innata de seducción  y que siempre lucia unas corbatas horrorosas,  de las que presumía  otorgándoles más valor del que en realidad tenían.


Todo su mundo era glamur en demasía,  supongo que era un acto reflejo en modo de técnica defensiva y que  lo  alejaba  de la realidad  en la que vivía. Padre de cuatro hijos  y marido de una mujer con tendencias ludópatas  que,  consumía su sueldo  en la primera semana del mes. Ese y no otro, era el motivo que lo había llevado hasta allí. De Aron no sabía gran cosa, que acababa de terminar la carrera de psicólogo forense  y no conseguí explicarme como narices había acabado entre nosotros  sin tener un padrino, ni experiencia previa. 

   Su aspecto de corderito veinteañero e  inofensivo,  dejaba mucho que desear,    para mis adentros calculaba que  no tardaría mucho en darnos alguna sorpresita, lo que más me llamaba la atención del joven  Aron, era la  manera compulsiva que tenia  de plancharse la ropa  con las manos cuando hablaba con alguno de nosotros,  su exagerado nerviosismo  lo delataba ante mis ojos.


 Según cruzaba el quicio de la puerta tuvimos  un intercambio de  miradas hostiles y esquivas, al mismo tiempo y  al  instante que   un  grito  desgarrador  desde el  primer piso,  interrumpió la demostración despectiva que nos estábamos  regalando mutuamente  el  ardilla y yo. Los tres nos dirigimos  al piso superior,  alguien lloraba al final del corredor que  comunicaba con la despensa y con  una gigantesca cocina  por la que se accedía a las habitaciones  que en otro tiempo, debieron de pertenecer al servicio de la casa.

 Los llantos cesaron  de pronto, sin darnos tiempo a ubicar su procedencia exacta. Hicimos un reconocimiento de todas las estancias sin encontrar a nadie en ellas, volvieron a oírse los gritos  pero esta vez en el piso superior.  Aron,  iba   corriendo por el pasillo delante de mí  y el ardilla en tercer lugar,  cuando se fue la luz y tropezamos bruscamente uno con la espalda del otro.


 Una carcajada nerviosa y agitada,  ajena a nosotros,  recorrió  velozmente el espacio en el que nos encontrábamos.  Desde el techo pero en ese mismo pasillo.


Apoye mis manos contra la pared y el miedo  se apodero  de mi, padecía de fobia a la oscuridad desde la infancia, sabía que era un trauma mal  curado  y sin embargo no conseguía hacerle frente.  El miedo me bloqueaba  y no podía pensar con claridad. Paralizada como una estatua,  intentaba controlar  las palpitaciones que me acontecían,  precipitándome a un ataque de nervios  si no se reponía la energía eléctrica. A mi  lado sentía como se movían  mis dos compañeros,  escuchaba a Aron hablar, uno de los dos encendió un mechero de gasolina.

Yo, no podía gesticular palabra alguna, permanecía vinculada a la pared con los ojos cerrados  y exhalando  el aire de tal manera  que,  casi rozaba el  punto de reventarme los pulmones y el corazón parecía que se me iba a salir. Ardilla al verme así, me asesto un puñetazo en el hombro,  para desbloquearme  mientras insistía en que me tranquilizase. 


Bajo las sombras tenues, que se dibujaban  en el halo que proyectaba la frágil luz del mechero,  al final del prolongado pasillo, vimos una silueta que  se paró a media altura entre nosotros y la salida.  El mechero   resbaló de las manos de Alberto,  pero permaneció encendido  en el suelo,  modificando y alargando mas las sombras, alguien se acercaba  desde la boca del corredor. 

Llamamos por Raquel  o Mará,  que eran otras dos de las compañeras. Al ver que no respondían, alterados retrocedimos sobre nuestros pasos  y penetramos de nuevo en la cocina, de alguna manera de la que no fui consciente Aron, recupero el mechero del suelo  en un visto y no visto, gracias a ese gesto intuitivo  de él no nos quedamos de nuevo a oscuras. Aunque los tres sabíamos que el mechero dejaría en cualquier momento de alumbrarnos, cerramos la puerta tras nosotros  y el portador de la luz, deposito el mechero en la mesa de madera  que presidia la estancia.

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