A los diez minutos, Di estaba totalmente sedado. Desde el palco oculto por las paredes de cristal, observamos cómo tres celadores lo tumbaban en una camilla, después maniataban sus extremidades y cabeza con las cinchas de cuero que venían ensambladas en la misma. Para trasladarlo a una habitación, en la que habíamos instalado sensores de movimiento en la parte más elevada de todas las paredes del reducido habitáculo, incluyendo los marcos empedrados de la puerta.
En la habitación no había ningún mueble, ni utensilio o elementos que se pudieran utilizar o desplazar, a excepción de la camilla que transportaba a Di. Las paredes estaban totalmente acolchadas hasta una altura razonablemente segura, carecía de ventanas, solo la puerta daba acceso a su interior.
En el techo, un antiguo conducto de aire nos hacia el servicio de fumigación de gases narcotizantes, en caso necesario. Por la alta dosis subministrada a Di, permanecería dormido hasta altas horas de la mañana siguiente.
Mientras tanto, nosotros también descansaríamos dejando dos celadores de guardia.
El edificio era frio en su diseño, una mole de piedra gris comprendida en tres pisos, que al parecer había sido un palacete en otros tiempos mucho más gloriosos. Contenía muchísimas habitaciones algo destartaladas por el abandono y el paso del tiempo. Estaba ubicado lejos de todo y bastante aislado, anclado en el centro de un valle sombrío, donde el sol parecía no querer asomarse nunca. Toda esa sincronización de elementos minúsculos o grandes, visibles o imperceptibles, pero presentes, estaban haciendo mella en el estado de ánimo de los que allí estábamos trabajando. Repentinamente nos mostrábamos más hostiles, con cambios bruscos de humor y extremadamente cansados.
Cuando nos congregaron meses atrás, en la sala de conferencias del psiquiátrico donde trabajamos, para brindarnos la oportunidad, de estudiar un caso atípico de esquizofrenia con diagnósticos múltiples, omitieron muchos matices y detalles, que entonces a la dirección médica les debieron parecer irrelevantes.
In situ todo se advierte de otra forma, para los ocho trabajadores, entre celadores y psicólogos elegidos para desempeñar el laborioso trabajo de etiquetar el comportamiento de Di y evaluar un diagnostico definitivo. Ahora ya no se trataba de las rutinas monótonas que habíamos estado ejecutando, en el centro médico, con enfermos mentales, en un estado moderado en esos ámbitos, en labores digamos más sencillas, como administrar medicamentos, evaluaciones semanales con diagnósticos sencillos, acompañar a los enfermos a participar de sus rutinas de aseo y demás.
En un principio se nos presento como un caso goloso, en el que las practicas abrirían nuevos campos laborales y a nivel personal recopilaríamos mayor experiencia en el tratamiento a sujetos, con déficit extremos y alterados de personalidad. El sobre sueldo también era untuoso, un cincuenta por ciento más sobre el sueldo, con los pluses, de días festivos, nocturnos y guardias incluidas, pagándonos dietas y traslados.
Los requisitos eran el aislamiento en el fin del mundo, durante un periodo no menor a tres meses. Las normas de conducta que debíamos seguir eran claras, no podíamos abandonar el recinto a una distancia superior de cien metros, permaneceríamos sin coche y sin comunicación con el exterior, una vez al mes, nos suministrarían alimentos y demás enseres que la dirección estableció como necesarios. En un principio a todos nos pareció sencillo y llevadero, después de leer y releer bien la documentación, firmamos.
Una vez conformado el acuerdo con nuestros superiores, nos indicaron con escasas palabras, que el paciente y el expediente, nos estarían esperando a nuestra llegada al sanatorio que habían reinventado. Recordaba todos estos pasos desde mi llegada hasta el momento en el que me encontraba, fijando mi mirada en el infinito, pero un ligero y sutil movimiento me desconcentro e hizo que girara la cabeza hacia el monitor que se encontraba a mi espalda.
Una imagen congelada en la pantalla provoco que me estremeciera, en un instante pareció cobrar vida y retornar a otra diferente de la imagen fijada, al parecer nadie se dio cuenta de ese detalle y opte por no decir nada, seguro que sería fruto de mi imaginación.
Abandoné la estancia apretándome las manos contra el pecho y esperando a que el escalofrío que recorría mi cuerpo cesara, necesitaba respirar aire puro. Baje las escaleras del primer piso casi atropellando a una de mis compañeras, abrí la puerta del exterior mientras a lo lejos oía sus protestas. Salir a la calle fue como rejuvenecer, con cada bocanada de aire que respiraba, sentía como desaparecía la opresión que se adueñaba de mi en el interior del edificio.
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