El tiempo, no tenía el carácter que pertenece al individuo humano, al ser
que con vida, que ve el transcurso de sus días tal y
como lo conocemos. Ese saber, ese concepto que nos acompaña en toda nuestra vida, que nos recuerda
que nada es eterno y nos reencuentra con la muerte. Ausente ahora y olvidado de mí, me empujó a buscar el contrapunto, la solución.
Mientras sentía las secuelas de mi cautiverio, algo ligero, que nacía
como una nueva memoria, evocaba imágenes disparatadas de troncos secos, ramas
cortadas y devastadas por plagas de termitas, madera sucia... y en todas
ellas ocupo en mí una respuesta. Supe que precisamente es ese
tic-tac, necesario para crear una armonía, “el
tiempo”. La esencia de la vida o la evidencia de la misma, era la
respuesta el camino de regreso y rompería esa sincronización perversa, el conjuro que
me mantenía prisionera, atada a esa espantosa energía, engendrada en los infiernos de la desesperación o en el inconsciente y mareas de dudas y los miedos más ancestrales
del conjunto de la humanidad. Pero ese tiempo o la certeza, carecía de importancia en aquella prisión y eso lo hacía insoportable.
Domando la locura, fui aprendiendo a adiestrarme, en la necesidad de comprender a ese ser que me ocupaba y copaba mi libertad. Esa vida paralela que se existía para devastar la mía, que con rigor dominaba mis movimientos, mi todo, pero
mi yo, no cejo jamás en avistar la libertad de nuevo o al menos
una vez más.
Quizás en aquella locura, en las esquinas confusas del dolor, tan solo la luz que atisbaba a vislumbrar, era la de
aquel sentimiento que me unía a Ihan, como única fuente de fe. Creía que si lo podía ver, existía… y si existía él existía
yo. Sabía que debía creer en mi intuición.
Los rotos en mi alma eran ya casi imperceptibles, para conservar el único hilo de lucidez los hice descender, los hice dormir
en mi interior.
Despierta a tal inadmisible consentimiento. En mi,
nació una probabilidad poco esclarecida y
confusa, que pugnaba por turbarse en la única realidad concebida y donada a mi vida.
El aprendía de mí, de la misma manera que yo me surtía de de su sed.
El impulso encolerizado de mi voz, nuevamente se perdió, en la penumbra de una nueva mañana bautizada con nieblas
espesas, que tardarían largos meses en desvanecerse.