Trotaba en aquel torpe descender por las faldas de la montaña. Tenía mil arañazos por todo mi cuerpo, transformándose en razones nuevas que me reafirmaban como ser humano, eran refrescantes sensaciones ancladas para establecer la determínante posición de mi ente, ocupadas en llenar mis ansias de vivir.
Había perdido las botas y mis pies sangraban, el dolor era intenso pero no retrasaba mi determinación. Mis ropajes se veían sucios y harapientos, olía a mil rayos y caballo muerto.
No podía detenerme en la cabaña, ni tampoco claudicar de la necesidad guardada en aquel sentimiento, tan profundo desgarrante y henchido de estrellas bordadas en mi alma, cobijadas todas ellas y ensambladas, se transparentaban en las paredes de la cueva que había vislumbrado momentos antes.
No podía detenerme en la cabaña, ni tampoco claudicar de la necesidad guardada en aquel sentimiento, tan profundo desgarrante y henchido de estrellas bordadas en mi alma, cobijadas todas ellas y ensambladas, se transparentaban en las paredes de la cueva que había vislumbrado momentos antes.
Con las manos vacías y despojadas de cualquier bien material, recorrí los caminos hasta llegar a la ciudad. Mi meta estaba en el hospital. Lo primero que tenía que hacer era averiguar su nombre, no sabía muy bien como lo iba a lograr, pero con una voluntad indomable, me entregue a las puertas del santuario que tenia la clave y el aliento que pendía sostenido por un hilo y que únicamente me acercaría a la idea de sentirme en paz.
La sensación brotaba y bullía como una emoción, que movía mis pasos dirigidos al mostrador, donde una mujer parecía trabajar pasando las horas entreteniéndose en una pantalla de ordenador. Fingía buscar no se qué cosa cuando interrumpí sus tareas… Sin pensar, expuse espontáneamente mi pregunta, y relate los acontecimientos que tuvieron lugar la noche que ingresaron al hombre que les había entregado, resulto que el tiempo había pasado más veloz de lo que yo había pensado, se esfumaba un año de mi reminiscencia, en la que no sabía dónde me había perdido.
La celadora era una mujer de baja estatura, regordeta, visiblemente obsesionada con la codicia de datos absurdos y entresijos de las costumbres y de las actitudes de otros, evidentemente para descalificarlos y justificar así su razón de ser. Cuando increpe en sus incultas razones, no me sorprendió, que sí recordara el episodio.
_Aquella noche estaba de guardia._ Relató el acontecimiento con un romanticismo exagerado, mal entendido y distorsionado, tan solo por su capacidad de interpretar la sublime obra de Shakespeare. Dando énfasis al egocentrismo de su intervención.
Permanecí pasivo, como una estatua de mármol de la antigua Grecia, expectante y concentrado en los datos breves y escasos que iba dejando caer entre tanta palabrería sin un ton ni son, para acabar diciéndome que el ingresado, se llamaba Ihan , que vivía en otra provincia y que no podía decirme nada más de él.
Insistí haciéndome eco, de una ignorancia que no radicaba en mí, pero la pobre idiota dio más vuelo a su importante papel y se mostró como libro cerrado. La deje sumergirse de nuevo en su estúpida rutina, no sin antes trastocar los informes que venía recabando a lo largo del escaso trabajo que elaboraba durante la semana, queme los archivos de su ordenador, con el mero esfuerzo de pensarlo y me marche marcando una mueca sibilina en mi rostro, mientras a mis espaldas comprobaba que había surtido efecto la pequeña maldad medida.
Fuera en el exterior del recinto clínico, me percate por primera vez de mi ignorancia. Había pasado por alto un detalle importante. Esa mujer no había reparado en mi aspecto, nada en mí, la había alarmado y eso no era algo común en los intercambios con los humanos a los que yo, estaba más que habituado.
Cruce la calle, sin respetar el bullicio de viandantes que fluían y se dispersaban, indecisos por la vía publica, busque algún escaparate que devolviera mi yo actual y al hallarlo, quede estupefacto de la impregnación pragmática que desprendía mi imagen ante mí. El atractivo primitivo y salvaje que radicaba en la visión que no supe analizar y que emanaba desde el cristal me dejo alocadamente perplejo. Ya, no era yo, no me reconocía, y sin embargo la imagen me transmitía amor. Mis formas nuevas y nada perfectas componían una sintonía de hermanada hermosura, con la composición expresa de un cuerpo bañado en luz. De tal delicadeza, sublime y descompuesta tan solo por las sombras, que relajadamente se dejaban caer por la posición del sol y reflejaban armonía.
Alcance la belleza que radicaba en el exuberante capricho y coqueteo de las formas que contorsionaban y perfilaban con luz, en mi silueta prestada, fijada en el espejo.
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