No sufro de
las emociones, que gobiernan la vida de cada individuo humano, como consecuencia, no conozco la conciencia ni del bien, ni del mal. Hago, y plácidamente copo mis caprichos, colmados de brutales actos. Hastíos, para mi entender y burdamente aburridos.
Nada vive
cerca de mí, nada muere. Todo es eterno, como el oscuro vacío que se divisa en
las grietas más profundas de los gélidos glaciares. Mi existencia se transforma
en una caída que trasciende infinita, donde solo unos ojos me mantienen y me devuelven a este mundo terrenal. Al
principio era solo una imagen fugaz, algo superficial, que con el tiempo se repetía
con mayor frecuencia.
Durante
siglos, los he perseguido, los he buscado, en cada uno de los mortales que he conocido.
Sin suerte, sin hallarlos. Sin dejar de visionarlos, he podido reconocer mi vulnerabilidad.
En cada
fracaso que vivía, al no encontrarle dueño a esos ojos, se veía alterada mi razón de permanecer fiel, a lo que yo
era, a mi propia naturaleza. Con el decaer de los tiempos, deje de hacer todo aquello que me sostenía y me
fui adentrando en la quietud. Durante
años permanecí invisible. Alejado de todo lo conocido.
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